La tuberculosis es una enfermedad infecciosa que suele evolucionar de forma lenta e insidiosa y puede afectar a distintos órganos humanos. También se conocen formas fulminantes de curso muy rápido y, generalmente, mortal: la tuberculosis miliar y la meningitis tuberculosa. Aunque se han encontrado lesiones tuberculosas en antiguas momias egipcias o incaicas y la tuberculosis pulmonar era conocida por los médicos desde antiguo, su origen no fue bien conocido hasta finales del siglo XIX.
En Bilbao era ya relativamente frecuente en el siglo XVIII, en el que las ordenanzas municipales obligaban a quemar las ropas de los enfermos “tísicos o héticos” fallecidos. Pero fue a finales del siglo siguiente cuando su incidencia creció sobremanera y llegó a causar una gran alarma entre las clases médicas y en el conjunto de la población.
En el año 1900, un 6 por mil de los bilbaínos murieron tuberculosos. Esta enfermedad suponía entre 10,6 y el 13 por ciento de las causas de mortalidad. Estas cifras oficiales de mortalidad por tuberculosis eran muy altas, de las más elevadas entre las ciudades europeas, pero los números reales eran aún peores, pues se trataba de una enfermedad “vergonzante” y los familiares de los enfermos la ocultaban siempre que podían.
Las propuestas efectuadas para luchar contra esta enfermedad seguían el camino emprendido en otras ciudades europeas y fueron presentadas por los médicos locales y varios de los ilustres higienistas bilbaínos de la época, como Alberto del Palacio o Pablo Alzola. Todos ellos presentaban en primer lugar la necesidad de mejoras higiénicas en las condiciones de las viviendas de las clases trabajadoras y en su alimentación, sobre todo en el caso de los niños. También prestaban atención al uso de escupideras para evitar el contagio a través del esputo y al control de las carnes y leche de ganado vacuno tuberculoso.
En el ámbito médico consideraban indispensable el diagnóstico precoz de la enfermedad, el aislamiento de los enfermos contagiosos y el seguimiento médico de los enfermos crónicos. Para ello, proponían tres iniciativas: un hospital para enfermos de tuberculosis pulmonar; otro para les formas infantiles no pulmonares; y, por último, una red de consultorios.
Gracias al esfuerzo conjunto de la clase médica bilbaína, las instituciones, la ayuda de varios ricos mecenas y de múltiples pequeños donativos, las tres fueron realizadas a lo largo del primer tercio del siglo XX: el Hospital de Santa Marina, el Sanatorio Marítimo de Gorliz y el Dispensario Ledo Arteche.
Fruto de ello, a pesar de dos retrocesos experimentados durante la pandemia gripal del año 1918 y durante la posguerra, las tasas de incidencia y mortalidad por tuberculosis fueron descendiendo a lo largo del siglo XX, mucho antes de que fuera descubierto un tratamiento antibiótico eficaz contra esta enfermedad.
Juan Gondra Rezola